Las luces estallaban sobre los
prados nocturnos del verano. Rostros de tíos y tías se iluminaban en la
oscuridad. Los fuegos artificiales descendían en los ojos castaños y
brillantes de los primos instalados en el porche, y las varas frías y
calcinadas rebotaban allá lejos sobre los campos de hierba seca.
El
muy reverendo padre Joseph Daniel Peregrine abrió los ojos. -¡Qué
sueño! ¡Él y sus primos que jugaban animadamente en la antigua casa del
abuelo, en Ohio, hacía ya tantos años!
Se
quedó escuchando el gran vacío de la iglesia, las otras celdas donde
descansaban los otros padres. ¿Recordarían ellos, también, en la víspera
de la partida del cohete Crucifijo,
el cuatro de julio? Sí. Esta inquieta madrugada se parecía a aquellas
noches de la fiesta de la Independencia cuando uno espera el primer
cañonazo y corre luego por las aceras, cubiertas de rocío, con las manos
llenas de ruidosos milagros.
Y aquí estaban, los padres de la Iglesia Episcopal, momentos antes de lanzarse hacia Marte. Subirían como una rueda de fuegos de artificio, dejando una estela de incienso en la aterciopelada catedral del espacio.
-¿Tenemos
que ir realmente? -murmuró el padre Peregrine-. ¿No será mejor arreglar
nuestros pecados, aquí, en la Tierra? ¿No estaremos huyendo de nuestra
vida terrestre?
El
padre Peregrine se incorporó moviendo pesadamente ese cuerpo voluminoso
que tenía el color de las fresas, la leche y la carne cruda.
-¿O será sólo pereza? -se preguntó-. ¿No tendré miedo?
Se metió bajo las agujas de la ducha.
-Pero
te llevan a Marte, carne -se dijo a sí mismo-. Dejaré aquí los viejos
pecados. ¿E iré a Marte a encontrarme con otros pecados nuevos?
Una
idea atrayente, casi. Pecados que nadie había podido imaginar. Oh, él
mismo había escrito un libro titulado El problema del pecado en otros
mundos, que la comunidad episcopal había ignorado casi totalmente, como
cosa poco seria.
La noche anterior, mientras fumaban un último cigarro, él y el padre Stone habían conversado sobre eso.
-En
Marte el pecado puede tener la apariencia de la virtud. ¡Tenemos que
estar prevenidos contra unos actos virtuosos que quizá sean pecados!
-había dicho el padre Peregrine
sonriendo animadamente-. ¡Qué interesante! ¡El trabajo de un misionero
nunca estuvo tan envuelto en aventuras! ¡Desde hace siglos!
-Yo reconoceré el pecado, aun en Marte -dijo bruscamente el padre Stone.
-Nosotros
los sacerdotes, tenemos el orgullo de ser como papeles de tornasol, que
cambian de color ante la presencia del pecado -replicó el padre
Peregrine-. Pero, ¿y si la química marciana es tal que no nos
coloreamos? Si hay sentidos nuevos en Marte, tenemos que admitir también
la posible existencia de pecados irreconocibles.
-Si no hay mala intención, no puede haber pecado, ni castigo, ni arrepentimiento. Son palabras del Señor -dijo el padre Stone.
-En
la Tierra, sí. Pero quizá los pecados marcianos puedan llevar el mal al
subconsciente, en forma telepática, dejando la conciencia en libertad
de acción, ¡aparentemente sin malicia! ¿Qué pasa, entonces?
-¿Qué pecados nuevos podrían existir?
El padre Peregrine se había inclinado pesadamente hacia adelante.
-Adán,
solo, no pecó. Añádale Eva, y añade usted la tentación. Añada un
segundo hombre, y ya es posible el adulterio. Con la adición del sexo y
otros seres humanos, se añade el pecado. Si los hombres no tuviesen
brazos, no podrían estrangular a nadie con los dedos. No existiría
entonces ese pecado de asesinato. Añádales manos y aparece la
posibilidad de una nueva violencia. Las amebas no pecan. Se reproducen
por división celular. No desean la mujer del prójimo, ni se matan entre
sí. Añádales a las amebas sexo, piernas y brazos y tendrá usted crímenes
y adulterios. Añada o saque un brazo y una pierna a una persona, y
añadirá o suprimirá un mal posible. Si hay en Marte otros cinco nuevos
sentidos, órganos, miembros invisibles que no podemos imaginar, ¿no
habrá entonces cinco nuevos pecados?
El padre Stone lanzó un bufido.
-¡Parece como si esa idea le gustara!
-Me mantiene la mente despierta, padre. Eso es todo.
-Su mente está siempre haciendo juegos de manos, ¿eh? Con espejos, platos, antorchas...
-Sí.
Porque muy a menudo la Iglesia se parece a esos cuadros vivos de los
circos donde al levantarse el telón aparecen unos hombres inmóviles,
blancos, bañados en talco u óxido de cinc, que representan la belleza
abstracta. Admirable. Pero yo confío en que me dejen andar libremente
entre esos hombres. ¿Usted no, padre Stone?
El padre Stone se había alejado.
-Creo
que será mejor que nos acostemos. Dentro de unas horas daremos un salto
para ver esos nuevos pecados suyos, padre Peregrine.
El cohete estaba preparado para partir.
Los
padres dejaron sus oraciones matinales. Hacía mucho frío. Los escogidos
sacerdotes de Los Ángeles, Nueva York o Chicago -la Iglesia estaba
enviando lo mejor que tenía- caminaron a través del pueblo hasta el
campo escarchado. El padre Peregrine recordaba las palabras del obispo:
-Padre
Peregrine, usted capitaneará a los misioneros con el padre Stone como
ayudante. Al elegirlo a usted para esta importante tarea he visto que
mis motivos son deplorablemente oscuros. Pero su folleto sobre los
pecados planetarios no ha dejado de tener sus lectores. Es usted un
hombre flexible. Y Marte es como un armario sucio del que nadie se
preocupó durante miles de años. Los pecados se han acumulado allí como
en un almacén de antigüedades. Marte tiene el doble de la edad de la
Tierra, y tiene también el doble de noches de sábados, de despachos de
bebidas, y de ojos clavados en mujeres desnudas como focas blancas.
Cuando abramos ese armario cerrado, todo eso caerá sobre nosotros.
Necesitamos un hombre rápido y flexible, alguien que sepa esquivar el
golpe. Un hombre demasiado dogmático se rompería en dos. Me parece que
usted resistirá bien. Padre, puede comenzar.
El obispo y los padres se arrodillaron.
Se sucedieron las bendiciones, y rociaron el cohete con agua bendita. El obispo, incorporándose, se dirigió a los padres:
-Vais
a preparar a los marcianos para que ellos puedan recibir la Verdad. Sé
que Dios os acompaña. Os deseo a todos un viaje bien meditado.
Pasaron
ante el obispo, los veinte hombres, con un susurro de sotanas. Todos
pusieron las manos entre las bondadosas manos del obispo, y luego
subieron al proyectil purificado.
-Me
pregunto -dijo en el último instante el padre Peregrine-, ¿y si Marte
fuese el infierno? ¿Si estuviese esperándonos para luego estallar en una
nube de fuego y piedras?
-Que el Señor nos bendiga -dijo el padre Stone.
El cohete comenzó a moverse.
Salir del espacio era como salir de la más hermosa de las catedrales. Pisar el suelo de
Marte
era como pisar el ordinario pavimento, fuera de la iglesia, cinco
minutos después de haber sentido, realmente, amor a Dios.
Los
padres salieron cautelosamente del cohete humeante y se arrodillaron en
el suelo marciano. El padre Peregrine entonó una oración de gracias.
-Señor,
te damos gracias por este viaje a través de tus moradas. Y, Señor,
hemos llegado a un mundo nuevo, de modo que necesitamos ojos nuevos.
Oiremos sonidos nuevos, y necesitamos oídos nuevos. Y habrá aquí pecados
nuevos, y te pedimos la gracia de unos corazones más firmes y más
puros.
Los padres se incorporaron.
Y
aquí estaba Marte, como un mar en el que se iban a sumergir disfrazados
de biólogos submarinos, en busca de la vida. Este era el territorio de
los ocultos pecados.
¡Oh,
qué cuidadosamente debían de guardar el equilibrio, como plumas grises,
en este nuevo elemento, temerosos de que hasta caminar sobre él fuese
pecado, o respirar, o aun ayunar!
Y ahí estaba el alcalde de la Primera Ciudad que se acercaba a ellos con la mano extendida.
-¿Qué puedo hacer por usted, padre Peregrine?
-Quisiéramos
saber algo de los marcianos. Pues sólo así podremos construir
inteligentemente nuestra iglesia. ¿Miden tres metros de altura?
Construiremos unas puertas muy altas. ¿Tienen la piel azul, roja o
verde? Cuando pongamos figuras humanas en los vitrales pintaremos la
piel con el color adecuado. ¿Son pesados? Haremos asientos sólidos.
-Padre Peregrine -dijo el hombre-, no creo que los marcianos deban de preocuparle.
Hay dos razas.
Una de ellas está casi muerta. Los pocos que quedan viven escondidos. Y la segunda raza... bueno, no son seres humanos.
-Oh. -El corazón del padre Peregrine latió más rápidamente.
-Son
globos de luz, padre, luminosos y redondos. Hombres o animales, ¿quién
puede saberlo? Pero actúan inteligentemente. Así he oído. -El alcalde se
encogió de hombros-.
Pero por supuesto, no son hombres, así que no creo que usted deba preocuparse...
-Al contrario -dijo el padre Peregrine con rapidez-. ¿Inteligentes, ha dicho?
-Corre una historia. Un cateador de minas se rompió una pierna en esas montarías.
Solo,
se hubiese muerto. Las esferas de luz se le acercaron. Cuando se
despertó, estaba acostado en la carretera y no sabía cómo había llegado
allí.
-Borracho -dijo el padre Stone.
-Esa
es la historia -dijo el alcalde-. Padre Peregrine, muerta la mayor
parte de los marcianos, y sólo con esos globos azules, creo francamente
que sería mejor que se instalase en la Primera Ciudad. Marte se ha
inaugurado hace poco. Es una región fronteriza, como las de aquellos
viejos días terrestres: el Oeste y Alaska. Los hombres vienen aquí en
oleadas. Hay unos dos mil mecánicos irlandeses y mineros y trabajadores
que necesitan asistencia espiritual; pues hay demasiadas malas mujeres
en ese pueblo y demasiado vino marciano de hace diez siglos...
El padre Peregrine observaba las colinas azules.
El padre Stone se aclaró la garganta.
-¿Y bien, padre?
El padre Peregrine no lo oyó.
-¿Esferas de fuego azul?
-Sí, padre.
-Ah -suspiró el padre Peregrine.
-Globos azules -dijo el padre Stone sacudiendo la cabeza-. ¡Un circo!
El
padre Peregrine sintió que la sangre le golpeaba en las muñecas. Miró
el pueblecit fronterizo, con sus pecados frescos y recientes, y miró las
antiguas colinas, con los más viejos y sin embargo (para él) más nuevos
pecados.
-Alcalde, ¿sus irlandeses podrán cocinarse un día más en el infierno?
-Les daré una vuelta, preparándolos para su llegada, padre.
-Entonces, iremos allá -dijo el padre señalando las colinas con un movimiento de cabeza.
Un murmullo.
-Sería algo tan simple -explicó el padre Peregrine- ir al pueblo. Prefiero pensar que si el
Señor viniese a este planeta y le dijeran: «Este es el viejo sendero», El replicaría:
«Mostradme los matorrales. Yo abriré el sendero.»
-Pero...
-Padre, piense cómo nos pesarían las conciencias si pasáramos junto a unos pecadores sin tenderles la mano.
-¡Pero globos de fuego!
-Me
imagino que los animales cuando vieron por primera vez al hombre
pensaron que era bastante raro. Y sin embargo, tenía un alma.
Supongamos, hasta que probemos otra cosa, que esas esferas brillantes
tienen también un alma.
-Muy bien -dijo el alcalde-, pero luego vendrá al pueblo.
-Ya
veremos. Primero el desayuno. Luego usted y yo, padre Stone, iremos
hasta esas colinas. No quiero asustar a esos marcianos de fuego con
máquinas o multitudes.
¿Desayunamos?
Los padres comieron en silencio.
A
la caída de la noche el padre Peregrine y el padre Stone se encontraban
en lo alto de las colinas. Se detuvieron y se sentaron en una roca a
descansar y esperar. Los marcianos no habían aparecido aún y los dos
padres se sentían vagamente desilusionados.
-Me pregunto... -El padre Peregrine se secó el sudor de la cara-. ¿Le parece que si les gritamos?
«¡Hola!» nos responderán.
-Padre Peregrine, ¿no hablará usted nunca seriamente?
-No,
no mientras el Señor no haga lo mismo. Oh, no ponga esa cara de susto,
por favor. El Señor no es serio. En realidad, es difícil saber qué es,
además de amor Y el amor está unido al humor ¿no es cierto? Pues no se
puede amar a alguien si no se está dispuesto a aguantarlo. Y no se puede
aguantar constantemente a alguien sin reírse de él, ¿no es verdad?
Somos, es indudable, unos animalitos ridículos que se revuelven en un
tazón. Dios debe de amarnos principalmente porque le causamos gracia.
-Nunca imaginé a Dios como un humorista.
-¡El creador del platirrino, el camello, el avestruz y el hombre! ¡Oh, por favor! -El padre
Peregrine se rió.
Pero
en ese mismo instante, entre las colinas sombrías, como una hilera de
lámparas azules que iluminasen el camino, aparecieron los marcianos.
El padre Stone fue el primero en verlos.
-¡Mire!
El padre Peregrine se volvió y dejó de reír.
Los azules globos de fuego se detuvieron palpitando entre las estrellas titilantes.
-¡Monstruos!
El padre Stone se incorporó de un salto. Pero el padre Peregrine lo retuvo.
-¡Espere!
-¡Tendríamos que haber ido a la ciudad!
-¡No! ¡Escuche, mire! -suplicó el padre Peregrine.
-¡Tengo miedo!
-No. Son obra de Dios.
-¡Del demonio!
-No. Serénese.
El
padre Peregrine calmó al padre Stone, y volvieron a sentarse. Las
esferas azules se acercaron iluminando la cara de los dos sacerdotes.
Otra
vez la noche del día de la Independencia, pensó el padre Peregrine,
estremeciéndose. Se sentía como un niño en aquellos atardeceres del
cuatro de julio, cuando estallaban los cielos, rompiéndose en estrellas
de polvo y ardiente sonido, y las ventanas de las casas temblaban como
el hielo de mil charcos. Las tías, los tíos y los primos. Gritaban: ¡Ah!
como ante un médico celestial. El cielo de verano se llenaba de
colores. Y los globos de fuego, encendidos por algún abuelo indulgente,
se alzaban en manos firmes y tiernas. ¡Oh, el recuerdo de aquellos
hermosos globos de fuego, de luz suave, de cálidos e hinchados tejidos,
como alas de insecto, que yacían como mariposas plegadas en cajas, y que
al fin, después de un día de desorden y furia, los niños desdoblaban
cuidadosamente! Azules, rojos, blancos, patrióticos, ¡los globos de
fuego! El padre Peregrine vio otra vez los rostros de los familiares
queridos, muertos hacía ya mucho tiempo, y ya cubiertos de musgo,
mientras el abuelo encendía las velitas, permitiendo que el aire
caliente subiera a llenar los globos luminosos que los niños sostenían
entre las manos, como una brillante visión que no se atrevían a liberar;
pues ya sueltos los globos, otro año se iba de la vida, otro cuatro de
julio, otro fragmento de belleza se perdía para siempre. Y hacia arriba,
hacia arriba, todavía más arriba, hacia las cálidas constelaciones del
verano, subían los globos de fuego, mientras los ojos castaños y azules
los seguían desde los porches familiares. Allá, en el territorio de
Illinois, sobre ríos nocturnos y casas dormidas, los globos de fuego se
elevaban cabeceando y alejándose para siempre...
El
padre Peregrine sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Sobre
él oscilaban los marcianos, como mil susurrantes globos de fuego. En
cualquier momento su bondadoso abuelo, muerto hacía ya tanto tiempo,
aparecería a su lado, con los ojos clavados en la belleza.
Pero era el padre Stone.
-¡Vámonos, por favor, padre!
-Tengo que hablarles.
El
padre Peregrine se adelantó sin saber qué decir. ¿Qué les había dicho,
mentalmente, a los globos de fuego del pasado? Sois hermosos, sois
hermosos. Nada más, y eso ahora no parecía bastante. El padre Peregrine
sólo atinó a levantar los gruesos brazos y a gritarles como había
deseado hacerlo en otro tiempo ante otros globos:
-¡Hola!
Pero las esferas luminosas siguieron ardiendo como imágenes en un espejo oscuro.
Parecían inmóviles, gaseosas, milagrosas, eternas.
-Venimos con Dios -dijo el padre Peregrine dirigiéndose al cielo.
-¡Qué tontería, qué tontería! -El padre Stone se mordía el dorso de la mano-. ¡Cállese, padre Peregrine, en nombre de Dios!
Las esferas fosforescentes se alejaron entre las colinas. Un instante después, habían desaparecido.
El
padre Peregrine las llamó de nuevo y el eco de su último grito sacudió
las cimas más próximas. Se dio vuelta y vio que un alud levantaba una
nube de polvo, se detenía, y luego, con un estruendo de ruedas de
piedra, descendía por la montaña.
-¡Mire lo que ha hecho! -gritó el padre Stone.
El
padre Peregrine miró las piedras, casi fascinado, y luego con horror.
Se volvió, sabiendo que sólo podrían correr unos metros. Serían
aplastados por las rocas. Apenas alcanzó a murmurar:
-¡Oh, Señor! -y las rocas cayeron.
-¡Padre!
Los
sacerdotes fueron apartados de su sitio como el trigo de la cizaña. El
débil resplandor azul de unas esferas, unos astros fríos que se movieron
rápidamente, el eco de un trueno, y los padres se encontraron de pie en
una arista rocosa a cincuenta metros de distancia del lugar donde
habían caído unas cuantas toneladas de piedra.
La luz azul se desvaneció.
Los padres se tomaron por los brazos.
-¿Qué ha ocurrido?
-¡Los fuegos azules nos trajeron aquí!
-¡Hemos venido corriendo!
-No, los globos nos salvaron la vida.
-¡Imposible!
-Pues así ha sido.
El
cielo estaba desierto. Parecía como si una enorme campana hubiese
dejado de sonar. Las reverberaciones golpeaban aún los dientes y las
médulas de los padres.
-Vámonos de aquí. Usted va a matarnos.
-No he temido a la muerte durante muchos años, padre Stone.
-No hemos probado nada. Esas luces azules huyeron al oír el primer grito. Todo esto es inútil.
-No.
-El padre Peregrine se sentía poseído por una maravillosa obstinación-.
Nos salvaron, de algún modo Eso prueba que tienen alma.
-Eso prueba solamente que pueden habernos salvado Fue algo confuso. Quizá escapamos por nuestros propios medios.
-No
son animales, padre Stone. Los animales no salvan vidas, y menos aún
vidas extrañas. Misericordia y compasión, eso hemos visto. Quizá,
mañana, podamos probar algo más.
-¿Probar
qué? ¿Cómo? -El padre Stone sentía una inmensa fatiga. Su rostro
endurecido reflejaba la violencia por la que habían pasado su cuerpo y
su mente-.
¿Siguiéndolos en helicópteros, leyéndoles capítulos y versículos? No son seres humanos.
No tienen ojos, ni oídos, ni cuerpos como los nuestros.
-Pero
yo he sentido algo ante ellos -replicó el padre Peregrine-. Siento que
va a revelárseme algo muy importante. Nos salvaron. Piensan. Podían
elegir: dejarnos morir o salvarnos. ¡Esto prueba la existencia de un
libre albedrío!
El padre Stone estaba ocupado en encender un fuego, mirando las ramitas que tenía en la mano, tosiendo ante la humareda gris.
-Abriré
un convento para ocas, un monasterio para cerdos devotos, y construiré
una microscópica capilla para que los infusorios puedan asistir a los
servicios dominicales y pasen las cuentas del rosario entre sus
flagelos.
-Oh, padre Stone.
-Perdóneme.
-El padre Stone, enrojecido, parpadeó a través del fuego-. Pero esto es
como bendecir a un cocodrilo que va a devorarnos. Está usted
arriesgando todas nuestras vidas. ¡Deberíamos estar en la Primera
Ciudad, sacando el licor de las gargantas de los hombres y el perfume de
las manos!
-¿No puede usted reconocer lo humano en lo inhumano?
-Reconozco más fácilmente lo inhumano en lo humano.
-Pero, ¿y si yo pruebo que estos seres conocen el pecado, conocen la moral, y gozan de libertad e inteligencia?
-Le costará convencerme.
La
noche se enfriaba con rapidez, y los padres miraron las llamas donde
bailaban unos trastornados pensamientos, y comieron unos bizcochos y
unas fresas, y luego se abrigaron para dormir bajo la armonía de los
astros. Y antes de volverse por última vez, el padre Stone, que estaba
pensando en cómo molestar al padre Peregrine, miró las brasas rosadas y
dijo:
-No hubo Adán y
Eva en Marte. No hubo pecado original. Quizá los marcianos viven en
gracia de Dios. Así que podríamos volver a la ciudad y comenzar a
trabajar con los terrestres.
El
padre Peregrine se prometió a sí mismo rezar una oración por el padre
Stone, que se había enojado tanto, y que ahora se estaba mostrando
vengativo.
-Sí, padre
Stone; pero los marcianos mataron a varios de nuestros colonos. Eso es
pecado. Tiene que haber habido un pecado original y una Eva y un Adán
marcianos. Los descubriremos. Los hombres son siempre hombres, no
importa cuál sea su forma, y pecan fácilmente.
Pero el padre Stone se hacía el dormido.
El padre Peregrine no cerró los ojos.
Indudablemente,
no podían mandar a esos marcianos al infierno, ¿podían acaso? ¡Qué
compromiso para sus conciencias! Podían volver a las nuevas ciudades de
la colonia, esas ciudades tan llenas de lugares de perdición, y mujeres
con ojos como chispas y blancos cuerpos de ostra que retozaban en las
camas con los trabajadores solitarios. ¿No era ese el lugar de los
padres? ¿No era este paseo por las colinas un mero capricho?
¿Pensaba
él realmente en la Iglesia de Dios, o estaba apagando la sed de su
esponjosa curiosidad? ¡Esos fuegos de San Telmo, redondos y azules, como
ardían detrás de la máscara, lo humano detrás de lo inhumano! ¿No se
sentiría interiormente orgulloso si pudiera decirse a sí mismo que había
convertido a toda una mesa de billar llena de bolas de fuego? ¡Qué
pecado de orgullo! Merecía una buena penitencia. Pero uno comete tantos
actos de orgullo por amor, y él amaba tanto a Dios y era por eso tan
feliz. Y quería que todos fueran tan felices como él.
Antes
de dormirse vio aún el retorno de los fuegos azules, como un vuelo de
ángeles ardientes que venían a velar su sueño cantándole en silencio.
Cuando
el padre Peregrine se despertó, en las primeras horas de la mañana, los
sueños redondos y azules estaban todavía en el cielo.
El
padre Stone dormía profunda y serenamente. El padre Peregrine observaba
a los marcianos, que flotaban y lo observaban. Eran seres humanos, lo
sabía muy bien. Pero tenía que probarlo, o si no iba a enfrentarse con
un obispo de lengua seca y ojos secos que le diría, bondadosamente, que
se hiciera a un lado.
¿Pero
cómo probar la humanidad de unos seres que se ocultaban en las altas
bóvedas del cielo? ¿Cómo atraerlos, y obtener de ellos las respuestas
necesarias?
-Nos salvaron de esas rocas.
El
padre Peregrine se levantó, camino entre las piedras y comenzó a subir
por la colina más cercana hasta una saliente que caía a pico sobre un
abismo de cincuenta metros.
Respiraba fatigosamente. Había ascendido con rapidez, y el aire era helado. Se detuvo, reteniendo el aliento.
-Si caigo desde aquí, no saldré seguramente con vida.
Dejó caer un guijarro. Un momento después se oyó el ruido de la piedra al chocar contra las rocas. Dejó caer otro guijarro.
-No será suicidio, ¿no es cierto?, si lo hago por amor...
Alzó los ojos hacia las esferas.
-Pero antes, probaré otra vez. ¡Hola! ¡Hola!
Los ecos retumbaron uno sobre otro, pero los fuegos azules no cambiaron ni se movieron.
Les habló durante cinco minutos. Cuando terminó, miró al padre Stone, allá abajo, indignantemente dormido.
-Tengo que probarlo todo. -El padre Peregrine se adelantó hacia el borde del precipicio-
. Soy un hombre viejo. No tengo miedo. Seguramente el Señor comprenderá que lo hago por El..
Tomó
aliento. Su vida entera desfiló rápidamente. ¿Moriré dentro de un
instante? Temo amar demasiado la vida. Pero amo aún más otras cosas.
Y con este pensamiento, dio un paso en el vacío y cayó.
-¡Tonto! -se gritó. Daba vueltas en el aire-. ¡Estabas equivocado!
Las rocas subían rápidamente hacia él y se vio a sí mismo aplastado contra ellas y enviado a la gloria.
-¿Por qué he hecho esto? -Pero sabía por qué. Se tranquilizó. El viento rugía y las rocas venían a recibirlo.
Y
de pronto, un movimiento de estrellas, un resplandor azul, y el padre
Peregrine se vio envuelto en una luz celeste, y suspendido en el aire.
Un momento después era depositado, con un golpe suave, sobre las rocas. Y
allí se sentó, vivo, palpándose el cuerpo, y clavando los ojos en esas
luces azules que ya se habían retirado.
-¡Me habéis salvado la vida! -murmuró-. No me dejasteis morir. Sabíais que estaba equivocado.
Corrió hacia el padre Stone, que dormía aún, tranquilamente.
-¡Padre, padre, despierte! -Lo sacudió, y lo volvió hacia él-. ¡Padre, me han salvado!
-¿Quién lo ha salvado? -El padre Stone parpadeó incorporándose.
El padre Peregrine relató su experiencia.
-Un sueño, una pesadilla. Vamos, duérmase otra vez -dijo el padre Stone. irritado-.
Usted y sus globos de circo.
-¡Pero estaba despierto!
-Vamos, vamos, padre. Cálmese.
-¿No me cree? ¿Tiene un arma? Sí, démela.
-¿Qué va a hacer?
El
padre Stone le alcanzó el arma de fuego que habían traído para
protegerse de las serpientes, y otros similares e imprevisibles
animales.
El padre Peregrine esgrimió el arma.
-¡Lo probaré!
Apuntó a su propia mano y disparó.
-¡Deténgase!
Se
vio una luz temblorosa y ante los propios ojos de los padres la bala se
detuvo a unos centímetros de la palma de la mano. Se quedó allí, un
momento, rodeada por una fosforescencia azul. Luego cayó, hundiéndose en
el polvo con un débil silbido.
El padre Peregrine disparó el arma tres veces: contra una mano, una pierna, el cuerpo.
Las tres balas flotaron, brillantes, y luego, como insectos muertos, cayeron a sus pies.
-¿Ha visto? -dijo el padre Peregrine, soltando el arma, que cayó junto a las balas-.
Saben.
Comprenden. No son animales. Piensan, juzgan y viven en un clima moral.
¿Qué animal me hubiese salvado de mí mismo como éste? No, ningún
animal. Sólo un hombre, padre. ¿Cree usted ahora?
El
padre Stone miraba el cielo y las luces azules. Luego, en silencio, se
dejó caer sobre una rodilla y recogió las balas tibias y las tuvo un
momento en la palma de la mano. Cerró firmemente los dedos.
El sol se levantaba detrás de los padres.
-Creo que debemos reunirnos con los otros, contarles lo que pasa y traerlos aquí –dijo el padre Peregrine.
Cuando el sol llegó a lo alto del cielo, ya no estaban muy lejos del cohete.
El padre Peregrine dibujó un círculo en el centro del pizarrón encerado.
-Éste es Cristo, el hijo del Padre.
Los sacerdotes ahogaron un grito. El padre Peregrine se hizo el sordo.
-Este es Cristo en toda su gloria -continuó.
-Parece un problema de geometría -observó el padre Stone.
-Una comparación afortunada, pues se trata aquí de símbolos. Cristo no es menos
Cristo,
como deben admitirlo ustedes, porque esté representado por un cuadrado o
un círculo. La cruz ha simbolizado, durante siglos, su amor y su
agonía. Ahora este círculo será el Cristo marciano. Así lo presentaremos
en Marte.
Los padres, incómodos, se agitaron en sus asientos y se miraron.
-Usted, hermano Matías, fabricará un globo de vidrio lleno de fuego. Lo instalaremos sobre el altar.
-Magia barata -murmuró el padre Stone. El padre Peregrine continuó pacientemente:
-Al
contrario, les presentaremos a Dios mediante una imagen comprensible.
¿Si Cristo se hubiese presentado en la Tierra como un pulpo, lo
hubiéramos aceptado fácilmente? -
El padre Peregrine abrió las manos-. ¿Fue acaso un truco barato de Dios enviarnos a
Cristo
bajo la forma de un hombre? Cuando hayamos bendecido la iglesia, y
consagremos el altar y este símbolo, ¿creéis que Cristo se rehusará a
habitar esta forma?
Vuestros corazones saben muy bien que no.
-¡Pero el cuerpo de un animal sin alma! -dijo el padre Matías.
-Ya
hemos discutido eso, muchas veces, hermano Matías. Esas criaturas nos
salvaron de las rocas. Comprendieron que la autodestrucción es algo
pecaminoso, y la evitaron una y otra vez. Por lo tanto tenemos que
edificar una iglesia en las colinas, vivir junto a ellos, que descubrir
sus modos de pecar, sus extraños modos de pecar, y ayudarles a encontrar
a Dios.
Los padres no parecían complacidos con el proyecto.
-¿Os
preocupa su forma? -preguntó el padre Peregrine-. ¿Pero qué es una
forma? Sólo un recipiente para el alma luminosa que Dios nos ha
concedido. Si yo mañana descubriese que los leones marinos son
inteligentes y libres, que saben cuándo no deben pecar, que comprenden
el significado de la existencia, y que moderan la justicia con la
misericordia y la vida con el amor, yo levantaría entonces una catedral
submarina. Y si los gorriones fueran dotados, milagrosamente, y por
voluntad de Dios, de un alma inmortal, llenaría una iglesia de helio y
los perseguiría por los aires, pues todas las almas, cualquiera sea su
forma, que gocen de libre albedrío y tengan conciencia de sus pecados,
arderán en el infierno si no enderezan su vida. No dejaré por lo tanto
que una esfera marciana arda para siempre en el infierno. Es una esfera
sólo ante mis ojos. Cuando cierro los ojos la veo ante mí como
inteligencia, amor, espíritu... y no puedo no hacerle caso.
-¡Pero ese globo de vidrio que usted desea instalar en el altar! -protestó el padre Stone.
-Pensad
en los chinos -replicó el padre Peregrine imperturbable-. ¿Qué clase de
Cristo adoran los cristianos en la China? Un Cristo oriental,
naturalmente. Todos habéis visto escenas de navidad orientales. ¿Cómo
está vestido Cristo? Con ropas asiáticas. ¿Por dónde anda? Entre casas
de bambú y montañas de niebla, y árboles torcidos. Las pestañas son más
largas; los huesos de las mejillas, más altos. Cada país, cada raza,
añaden algo suyo a Nuestro Señor. Me acuerdo de la Virgen de Guadalupe, a
quien reverencia todo México. Su piel... ¿Habéis visto el color de su
piel? Una piel oscura, igual a la de sus devotos. ¿Es eso una blasfemia?
De ningún modo. No es lógico que los hombres acepten a Dios -no importa
su realidad- de otro color. Me he preguntado muchas veces por qué
nuestros misioneros tienen éxito en África con un Cristo blanco como la
nieve. Quizá porque el blanco es un color sagrado, como el de un albino,
para las tribus africanas. Denles tiempo. ¿Cristo no se oscurecerá? La
forma no tiene importancia. El contenido es todo. No podemos esperar que
esos marcianos acepten una forma extraña. Les presentaremos a Cristo
parecido a ellos.
-Hay
una falla en su razonamiento, padre -dijo el padre Stone-. ¿No nos
creerán hipócritas, los marcianos? Pronto verán que no adoramos a un
Cristo redondo y globular, sino a un hombre con cabeza y miembros. ¿Cómo
justificaremos la diferencia?
-Mostrándoles que no hay ninguna. Cristo ocupa cualquier recipiente. Cuerpos o globos, allí está él.
Todos
adoran lo mismo, bajo formas distintas. Más aún, tenemos que creer en
este globo de fuego. Tenemos que creer en una forma que no tiene, para
nosotros, ningún significado. Este esferoide ser Cristo. Y tenemos que
recordar que también nosotros, como la forma de nuestro Cristo
terrestre, somos algo ridículo y absurdo para estos globos marcianos.
El padre Peregrine dejó a un lado la tiza.
-Y ahora, vayamos a las colinas a edificar nuestra iglesia.
Los padres empaquetaron sus equipos.
La
iglesia no era una iglesia, sino una superficie libre de rocas, una
plataforma en lo alto de una colina, de suelo liso y limpio, y un altar
en donde el hermano Matías había instalado un globo de fuego.
Y al cabo de seis días de trabajo la iglesia estaba lista.
-¿Qué
haremos con esto? -El padre Stone golpeó con la punta de los dedos la
campana de hierro que habían traído-. ¿Qué significa esta campana para
ellos?
-Creo que la he traído para nuestra propia comodidad -admitió el padre Peregrine-.
Necesitamos
algunas cosas familiares. Esta iglesia se parece tan poco a una.
iglesia. Y todos sentimos que hay algo de absurdo en todo esto... Yo
mismo lo siento así. Es algo demasiado nuevo. Convertir criaturas de
otro mundo. A veces me siento como un actor ridículo. Y entonces le pido
a Dios que me de las fuerzas necesarias.
-Algunos de los padres no se sienten nada contentos. Algunos se ríen de todo esto, padre Peregrine.
-Ya lo sé. Para tranquilidad de esos padres instalaremos esta campana, en una torrecita.
-¿Y qué haremos con el órgano?
-Lo tocaremos mañana, en el primer servicio.
-Pero, los marcianos...
-Ya
lo sé. Pero vuelvo a repetírselo. Para nuestra propia comodidad,
nuestra propia música. Más tarde descubriremos la música marciana.
Los
padres se levantaron muy temprano en la mañana de domingo, y se
movieron en el aire helado como pálidos fantasmas, con las sotanas
cubiertas de escarcha crujiente.
Estaban como adornados de campanillas, y esparcían a su alrededor unas gotas plateadas.
-Me
pregunto si hoy es domingo en Marte -murmuró el padre Stone, pero al
ver el gesto del padre Peregrine continuo-: Puede ser miércoles o
jueves, ¿quién sabe? Pero no importa. Dejemos correr la imaginación. Es
domingo para nosotros. Adelante.
Los padres entraron en la plataforma de la «iglesia» y se arrodillaron, estremeciéndose, con los labios morados.
El
padre Peregrine pronunció una breve oración, y puso los fríos dedos
sobre las teclas del órgano. La música se alzó como un vuelo de hermosos
pájaros. El padre Peregrine tocaba las teclas como un hombre que mueve
las manos entre las hierbas de un jardín salvaje, levantando grandes
bandadas de belleza hacia las colinas.
La
música calmó el aire. Se sentía el olor fresco de la mañana. La música
flotó entre las colinas e hizo caer una lluvia de polvo mineral. Los
padres esperaban.
-Bueno,
padre Peregrine. -El padre Stone recorrió con los ojos el cielo vacío
donde el sol, rojizo como un horno, se estaba levantando-. No veo a sus
amigos -Probaré otra vez.
El
padre Peregrine tenía el rostro cubierto de sudor. Construyó una
iglesia de música, tan alta que su presbiterio se alzaba en Nínive y sus
agujas junto a la izquierda de San
Pedro.
Cuando el padre Peregrine dejó de tocar, la música no se deshizo. Se
convirtió en un grupo de nubes blancas, y el viento las llevó hacia
otras tierras.
El cielo estaba todavía vacío.
-¡Tienen que venir! -Pero el padre Peregrine sintió que el terror lo invadía, lentamente-.
Recemos.
Pidamos que vengan. Los marcianos saben leer el pensamiento.
Los padres volvieron a arrodillarse, entre murmullos y suspiros. Rezaron.
Y
del este, de las montañas de hielo, a las siete en punto de aquella
mañana de domingo, quizá mañana de jueves o de lunes en Marte, surgieron
los delicados globos de fuego. Flotaron suavemente y descendieron hasta
rodear a los padres temblorosos.
-Gracias, oh, gracias, Señor.
El
padre Peregrine cerró con fuerza los ojos y tocó la música, y cuando
terminó, volvió la cabeza y miró a sus asombrosos feligreses.
Y una voz le rozó la mente. Dijo la voz:
-Hemos venido sólo por un rato.
-Pueden quedarse -dijo el padre Peregrine.
-Sólo
por un rato -dijo la voz serenamente-. Hemos venido a deciros algo.
Podíamos haber hablado antes. Pero creímos que si os dejábamos solos
seguiríais quizá vuestro camino.
El padre Peregrine comenzó a hablar, pero la voz lo detuvo.
-Somos
los viejos -dijo la voz, y las palabras entraron en el padre Peregrine
como una llamarada de gases azules que ardieron en las cámaras de su
cabeza-. Somos los viejos marcianos. Dejamos las ciudades de mármol y
vinimos a las colinas, alejándonos de nuestra antigua vida material. Nos
convertimos, hace mucho tiempo, en esto que somos ahora. Una vez fuimos
hombres, con cuerpos y piernas y brazos como los vuestros. Dice la
leyenda que uno de nosotros, un hombre sabio, descubrió el modo de
liberar el alma y la mente del hombre, de liberarlos de las enfermedades
corporales, la melancolía, la muerte, las transfiguraciones, los malos
humores y la vejez, y entonces tomamos esta forma de luz y fuego azul, y
comenzamos a vivir, para siempre, en el viento, el cielo y las colinas,
ya nunca orgullosos ni arrogantes, ni ricos ni pobres, ni apasionados
ni fríos.
Vivimos
apartados de los hombres que habitan este mundo. Nadie recuerda cómo ha
podido ocurrir. El método ha sido olvidado. Pero no morimos nunca, ni
hacemos daño a nadie. Hemos dejado los pecados del cuerpo, y vivimos en
estado de gracia. No deseamos los bienes ajenos; no tenemos bienes. No
robamos y no matamos, desconocemos la concupiscencia y el odio. Vivimos
felices. No podemos reproducirnos, no podemos beber, ni comer, ni
guerrear. Cuando abandonamos nuestros cuerpos, abandonamos también las
sensualidades y las debilidades de la carne. Nos hemos librado del
pecado, padre Peregrine. Nuestros pecados han ardido como hojas de
otoño, se han desvanecido como las flores sexuales de una primavera roja
y amarilla, han quedado atrás como las noches sofocantes del más cálido
verano. Y nuestra estación es templada, y en nuestro clima florecen los
pensamientos.
El padre
Peregrine se había incorporado, pues la voz lo tocaba de tal modo que
se sentía casi fuera de sí. Era un éxtasis y una llama que le
atravesaban el cuerpo.
-Deseamos
deciros que apreciamos que hayáis construido este edificio para
nosotros, pero no nos hace falta, pues cada uno de nosotros es un templo
en sí mismo, y no necesita lugar alguno para purificarse. Perdonadnos
que no hayamos venido antes, pero vivimos muy apartados los unos de los
otros, y no hemos hablado con nadie durante diez mil años, ni hemos
intervenido en la vida de este viejo planeta. Se os ha ocurrido ahora
que somos como los lirios del campo: no trabajamos, no hilamos. Tenéis
razón. Os sugerimos por lo tanto que llevéis este templo a las nuevas
ciudades y allí limpiéis a otros hombres. Pues creedlo, nosotros vivimos
felices, y en paz.
Los padres seguían arrodillados, envueltos en aquella vasta luz azul, y el padre
Peregrine se había arrodillado también, y todos lloraban. No les importaba haber perdido el tiempo. No les importaba.
Las esferas azules murmuraron y comenzaron a elevarse otra vez, en una ráfaga de aire fresco.
-Puedo...
-gritó el padre Peregrine, titubeando, y con los ojos cerrados-, ¿puedo
venir otra vez, algún día, a aprender de vosotros?
Los fuegos azules resplandecieron. El aire se estremeció.
Sí. Algún día podría volver. Algún día.
Y
en seguida los globos de fuego se alejaron y desaparecieron, y el padre
Peregrine era un niño arrodillado, con los ojos llenos de lágrimas, que
gritaba:
-¡Vuelvan!
¡Vuelvan! -Y en cualquier momento el abuelo lo alzaría en brazos y lo
llevaría escaleras arriba, a aquel dormitorio de un antiguo pueblo de
Ohio...
Los padres
abandonaron las colinas. Caía el sol. El padre Peregrine volvió la
cabeza y vio los fuegos azules que ardían a lo lejos. No, pensó, no
podemos levantar una iglesia para vosotros. Sois la belleza misma. ¿Qué
iglesia puede competir con el fuego de un alma pura?
El padre Stone caminaba en silencio a su lado, y dijo al fin:
-Yo
creo que hay una verdad en todos los mundos. Y todas ellas son partes
de una misma verdad. Un día todas se unirán como trozos de un gran
rompecabezas. Ha sido una verdadera experiencia, padre Peregrine. Nunca
volveré a tener más dudas. Pues esta verdad es tan cierta como la verdad
de la Tierra, y ambas concuerdan entre sí. Iremos a otros mundos, y
sumaremos las distintas fracciones de la verdad hasta que el total se
alce ante nosotros como la luz de un nuevo día.
-Es mucho decir viniendo de usted, padre Stone.
-Lamento,
en cierto modo, que descendamos a la ciudad, para ocuparnos de seres de
nuestra propia especie. Esas luces azules. Cuando se posaron alrededor
de nosotros, y esa voz.
El padre Stone se estremeció.
El padre Peregrine lo tomó de un brazo. Caminaron juntos.
-Y
sabe usted -dijo el padre Stone finalmente, con la vista fija en el
hermano Matías que marchaba ante ellos, llevando cuidadosamente en los
brazos aquella esfera de vidrio donde una fosforescencia azul brillaba
para siempre-, sabe usted, padre Peregrine, ese globo...
-¿Sí?
-Es Él. Es Él, al fin y al cabo.
El padre Peregrine sonrió y juntos descendieron por las colinas, hacia la nueva ciudad.